domingo, 14 de diciembre de 2014

Mi Quijote italiano

En las sinceras lágrimas de Sancho Panza

Es una edición de los años sesenta con la reproducción de los dibujos que había hecho Dalí. El papel de tamaño folio recuerda al de la revista Destino, de pocos gramos y algo brillante, lo que da lugar a  una combinación poco atractiva, aunque pretensiosa. El libro es la encuadernación de los fascículos que fueron saliendo durante meses. Todo ello desmerece algo el trabajo de un Dalí tan generoso en la profusión de dibujos de todo tipo. La traducción es del hispanista Vittorio Bodini del que se celebra ahora el primer centenario de su nacimiento. Poeta, ensayista, traductor, siempre inmerso en la cultura del Sur como Europa.

              Volviendo a los dibujos de Dalí, hay uno que me gusta en especial: se ve a Don Quijote de espaldas saliendo del establo montado sobre Rocinante. Es el momento que contiene el drama, toda la tensión del hombre enfrentado a su futuro: allí fuera esperándolo un destino lleno de monstruos y todo tipo de seres a cuál más peligroso. Sin embargo, lo único real es que ese hombre va a enfrentarse a la imagen que de sí tiene. La lucha con los espectros y malandrines, al fin, puede ser cómica, pero el encaro con uno mismo contiene el drama más profundo al que un caballero andante se pueda enfrentar.



      ¿Qué debió pasar a caballo de los siglos XVI y XVII cuando el drama entró de lleno en la dimensión de la mismidad y desplazó la melancolía. Debió ser en Italia, ese sur de Europa, donde fraguó. Lo dejó claro Monteverdi en su música, la que por primera vez llenó de tensión para explicar un mito, el de Orfeo y Eurídice. Con ello dio a luz a la ópera.
      ¿Cómo viró el Renacimiento para alcanzar por un lado un tiempo musical impregnado de ritmo y, por otro, una narrativa de intensidad?  Así dejó de valer la contemplación polifónica, con lo que quedó liberado al aire el canto roto de lo personal. En cuanto a las letras, el cielo multicolor cayó sobre los polvorientos caminos de la vida, y Cervantes pudo regalarnos el género de la novela. De esta manera lo debió ver también Shakespeare en su más que probable estancia en el país transalpino. Y también Michael de Montaigne que viajó por tierras italianas cargado de libros. Opera, novela, ensayo, teatro. Si bien estos hombres no coincidieron en el tiempo en ese lugar, todos pasaron por él y algo debieron compartir. ¿Con qué aire tan fecundo contaminaron su creatividad para atreverse a poner al hombre frente al hombre?
       Cuando Orfeo se giró para mirar a Eurídice, a sabiendas que esto la devolvía al mundo de los muertos, aceptó su drama,


el mismo que asumió Alonso Quijano al salir, adarga en mano, por los campos de Castilla; después, ya roto y desgarrado volvió Don Quijote. Desde entonces seguimos sin encontrar una cura para esas hendiduras que nos arpan. Pero, ¿dónde está el consuelo? No en el escepticismo de Montaigne, ni en la acerada disección de Shakespeare. Quizá en la música sacra de Monteverdi, o en las lágrimas sinceras de Sancho Panza.





Nota: Ayer fue Santa Cecilia, patrona de la música! 


lunes, 1 de diciembre de 2014

Mi Quijote turco

El volumen me llegó desde una librería de viejo de la calle Türkgücü del barrio de Beyoglu en Istambul. Es un libro sencillo, grueso, todo él letra. Su tapa, austera, presenta alguna rozadura.

     Parece que nadie lo ha leído, de tal manera que si se queda en mi biblioteca permanecerá virgen. Está editado en 1996 por lo que no ha pasado muchos años en ese bullicioso barrio, un rincón del antiguo Istambul que ha mantenido su carácter cosmopolita por las numerosas delegaciones diplomáticas alojadas en él. Multitud de paisanos y algunos extranjeros habrán tenido este volumen entre sus manos sin decidirse a comprarlo, así que lo encontré medio abandonado en ebay.
     Ahora a Cervantes le hubiera gustado pasear por esas calles y practicar algo el turco aprendido durante el tiempo que estuvo cautivo en Argel. De buen seguro habría encontrado este mismo ejemplar y hubiese tenido una gran emoción al leer: "La Mancha'nin, adini hatirlamadigim bir köyünde, ..."

      A dos calles de la librería se encuentra el Museo de la Inocencia: el único museo del mundo basado en un libro. Orhan Pamuk publicó en 2008 la historia de dos familias turcas; la acción novelada transcurre desde los años cincuenta del pasado siglo hasta el inicio del actual. En el año 2012 inauguró el museo que contiene todos los detalles sobre los que se apoya el relato. Una simbiosis entre texto y arquitectura/ornamentación que recuerda que este mundo es el resultado de una mezcla de ficción y fantasía sobre la presencia de los objetos. Pamuk había recibido ya el premio Nobel de literatura, en el año 2006, después de enfrentarse a un proceso inquisitorial en pleno siglo XXI por unas declaraciones sobre el pueblo kurdo realizadas a pecho descubierto. Tuvieron que salir en su defensa todas las grandes plumas, además de ponerse en marcha una movilización general para frenar su procesamiento, y también para la defensa de la libertad de expresión. Cuatrocientos años le separan de Cervantes, pero las condiciones de opresión siguen emergiendo igual que entonces. Cervantes las conoció bien, como todo escritor de su tiempo. Al igual que Orhan Pamuk, Cervantes se posicionó en su día públicamente, -en su caso respecto a los moros, moriscos y turcos-, pero dados sus tiempos poco amables a caballo de los siglos XVI y XVII, él solo pudo utilizar sutilezas literarias. Pero valentía, la misma.

Museo de la Inocencia

     Dicen que el hombre ha de nacer dos veces; una a la luz exterior y otra a la interior. Es esta segunda la que con toda probabilidad vio Cervantes en Argel, una luz matizada por el mediterráneo bereber tan multicolor. De buen seguro le aportó la capacidad de ver más allá de las formas aparentes, con lo que descubrió la mezcla quimérica que amalgama la esencia de cualquier hombre y mujer. Esa fue su dimensión, el suelo narrativo y fantasioso de su propio existir y el de sus personajes. Un tipo nuevo de identidad reconocible hasta en nosotros mismos. Sin embargo, esta matriz moderna tampoco impide que sigamos inmersos en la ambivalencia entre la asignación de dignidad -ahora llamada derechos humanos-, y la garra feroz del mal, ese mismo al que Don Quijote, a pecho descubierto, se había enfrentado sin desfallecimiento.